Lunes, hospital. Me arrepentí una y mil veces de la charla trascendental que mantuve con Alba la noche anterior, el dormir dos horas estando mala y aguantar 7 horas en urgencias no viene nada bien.
Pero ahí que llegué, a las 7 de la mañana a mis urgencias. Me tocó estar con Marja Liisa, o como coño se llame. La tía que menos habla inglés de todo el hospital de Iisalmi. Y no se entera de que si me habla en finlandés no me entero. Si es para decirme una chorrada vale, porque te pongo mi mejor sonrisa y te quedas tan contenta y feliz, pero si es para decirme algo importante acerca de un paciente, no chula, no arriesgues porque no te voy a entender y puedo poner vidas en peligro. Aunque si luego tengo que salvarlas, tampoco es mala idea. Pero no, no me hables y todos contentos.
A punto del llanto, no me dejaba hacer nada, las urgencias llenas, pacientes en los pasillos. Hasta que decidí cambiar mi estrategia para poder hacer algo. Cuando veía a alguien cogiendo el carrito de sacar sangre, me iba tras él/ella y ponía cara de penita. Me funcionó un par de veces, es lo máximo que hice en toda la mañana.
Fuimos a comer a las 12 o así, y entonces ya sí que estuve a puntico del llanto, cuando la tía-del-pelo-que-le-llega-hasta-el-culo pasó dos veces mi visa por la maquinita de cobrar, y me dio por pensar que me había cobrado dos veces. Se lo dije amablemente, no una ni dos ni tres, sino tres veces. A la cuarta me cagué amablemente en sus muertos y me fui picadísima a comer.
Comimos tranquilamente y luego volví a las urgencias, no hice nada, vi poner algún puntillo que otro pero aburridilla, un café tras otro, visita de Alba que estaba como yo más o menos, y cuando dieron las 2 menos 20 pensé que era ya hora de irme, pero llegó la del pelo largo a explicarme una y otra vez que solo me cobró una vez. Y yo que sí, que vale, que me dejes que me quiero ir, que estoy mala, que te den.
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